En el horizonte, distingo a un caballero con armadura, cabalgando un caballo marrón. Las palabras de P. resuenan en mi mente, pero aún no logro procesarlas por completo. Su llegada despierta en mí una alegría pura, como si fuera el inicio de una festividad emotiva y alegre. Es el mismo de siempre.
Mi psicoanalista persiste en la idea de que podría salir con P., pero yo niego con la cabeza y las palabras. No es que me falte deseo, es más bien la imposibilidad que brota de mis poros. Es una locura.
Camarón de la Isla y Paco de Lucía. El canto llorón, tristón. El andaluz, el catalán. El flamenco. Conexiones profundas y sentidas. Desearía volver a ser niña para mirar una presentación musical boquiabierta.
Una mujer me saluda con extrema simpatía. Rostro bello, figura delgada, cabello negro azabache con rulos naturales, mirada penetrante, sonrisa blanca como la luna. La amante de mi padre, que al principio me generó rechazo y dolor al remover viejas heridas. Soy amable, pero no puedo entender cómo pudo estar con él (y no conmigo). El padre de la mujer me da un beso en la mejilla y me recuerda de bebé, con el pelo rubio. Al despedirse, me dice al oído que ha sido un gusto haberme visto. Le respondo con timidez que igualmente. Su última palabra fue: gracias.
Algo profundo sucede en mí. Una conmoción, un torbellino, un tapiz tejido a mi dolor, un enfermo sin cura. La oscuridad se cierne. Anhelo que mi padre se pareciera un poco a P., a quien aprecio sanamente. Tal vez algo similar respondí al interrogante de A.: ¿qué sentís por él?
El cuerpo de L. cruza fugazmente mi memoria. Es una sombra, un error o una tentación prohibida. No deseo lo posible, y L. estaría dispuesto a entregarse, olvidando su dignidad y orgullo. No lo deseo porque mi corazón no lo quiere, lo rechaza y no puedo forzarle a sentir. Él ya eligió al caballero con armadura que cabalgaba un caballo marrón, blanco, negro o gris.