En el día de ayer, me abandoné al silencio de la soledad. Me sentía al borde de la locura, dando pasos ansiosos alrededor de la mesa o apretando mis ojos con las palmas de mis manos. Me es imposible calcular la cantidad de episodios de llantos que he tenido. Mis dientes atacaron sin piedad mi labio inferior y el interior de mi mejilla derecha. Mi mente se llenó de autoconceptos negativos sobre mi imagen corporal, posiblemente la causa por la que el apetito de P. desapareció. Me detuve en su dibujo de la figura humana: un hombre con sombrero, corbata y un cigarrillo pendiendo de su boca. Clara conjunción de símbolos que, junto a sus manos, gritan falos. ¿Cómo he sido incapaz de verlos? ¿Cómo es posible que sea tan falocentrista y, al mismo tiempo, critique su cuerpo? Visión pesimista de la realidad.
Hoy, finalmente, tuve sesión con A., quien cuestionó por qué me había sentido tan mal estos días. Vomité todo lo sucedido casi impulsivamente. Nueva división: deseo y afecto. Al parecer, las conversaciones son innecesarias si lo único que nos une (¿unía?) es la sexualidad. ¿Comenzaré a callar, finalmente? Aún pienso en aquella idea de desafecto y frialdad. Mi preocupación actualmente se centra en si P. querrá volver a poseerme o, si por el contrario, dejó de desearme, ya que ignora cada una de mis expresiones y cuestionamientos sobre el tema. ¿Cómo he pasado de todo lo escrito al erotismo puro? ¿Podremos ser meros objetos de deseo sin mediar palabra alguna? Necesito una prueba de su tiesura, escuchar sus palabras obscenas, y que me penetre con ansias de mí. Necesito sentir sus gotas serpenteantes de sudor y beber su elixir. Necesito su lengua mágica, su dulce sabor. Sí, hablo de necesidad.