No es 20 ni es enero, ni está P. huyendo de mi amor. Huyó en el pasado como una rata de alcantarilla.
Me ilusioné creyendo que había eliminado el comentario que simbolizaba su rechazo, pero insiste en dejarlo ahí.
Por otro lado, reapareció A., justificándose con que tenía un "complejo de padre ausente" y que no iba a estar presente a diario. Le respondí que no sabe qué hacer cuando lo que desea deja de ser una fantasía. Inmediatamente huyó, como P. No toleran oír la verdad.
El insistente S. continúa creyendo, como desde hace dos años y medio, que en algún momento aceptaré salir con él. Propuso algo de ayer a hoy. ¿Para qué? Para besarme, según sus propias palabras. No hizo falta mucho más para dar por finalizada la conversación.
Hay algunos personajes más, como A. y N., que revolotean ante mis apariciones públicas. Son apenas figurillas. O ni siquiera eso.
Soy fiel a mi afecto por P. Y no puedo escindir el afecto del deseo. No deseo a nadie más, honestamente.
Los otros, deseantes, solo logran ponerme cara a cara con la angustia del vacío que P. dejó tras de sí.
Si hay algo roto en mí, algo que no funciona, que quedó estancado desde aquel lunes de enero o aquel martes de octubre, la culpa es exclusivamente del amor. Lacan podría explicarlo mejor que yo, pero está muerto. P. podría entenderlo mejor que nadie, pero está ausente, como Lacan.
El amor que no encuentra cauce, que queda suspendido por la falta del Otro, no muere en el olvido ni se exilia en una tierra paradisíaca.
El amor que no puede ser alojado se convierte en el mayor motivo de sufrimiento cotidiano.
Entonces aparece la anestesia de las letras.
Pero el síntoma retorna, invencible.
Duelar es agotador.