¡Y todavía me preguntan, casi con ironía, si me esperanza el reencuentro!
Yo no sé si morir de pena o agachar la cabeza, derrotada.
¿Que qué representa, para mí, la figura de P.?
Necesitaría la invención de otro lenguaje para poder responder esa otra pregunta. Un lenguaje que llore con la fuerza de un recién nacido, que grite con la potencia —o la impotencia— de una ciudad furiosa e infértil.
Para hablar de P., y además decir algo lleno y sentido, me hace falta un bosque quemado, repleto de niños y animales. Un bosque. Una casa del terror. Una humareda que me enceguezca como la niebla espesa de esta mañana blanca.
Si hablara de P., hablaría también de duelo.
De mi cuerpo incendiándose en el bosque.
De mis lágrimas cayendo con fuerza.
Del dolor que roza mis entrañas a cada movimiento, en el que reina el silencio y la distancia ante mi necesidad de ser amada.