Ya pasó una semana desde que le escribí a P., y también a R. Me pregunto cuándo leerá mi mensaje, o qué motivo lo llevará a abrir aquella red social inusual para ambos. Es extraño que no le haya dicho nada más que eso.
A. me preguntó qué me daba P. O, mejor dicho, qué no me daba. Yo, consciente de la respuesta, mencioné aquellos momentos que pasamos juntos, tan preciados por mí. A. quiso saber cómo me hacía sentir, y respondí que P. me contenía. ¿De qué? De mi angustia desbordante.
Posiblemente, P. estaría trabajando, haciendo las compras, llevando a su hijo al colegio, leyendo, duchándose, viendo su serie favorita... En definitiva, viviendo. Y yo recorría mi casa en soledad, llorosa. Tenía ataques que podían durar horas, y mi única vía de escape era él. Pero P. huía de mí, y yo seguía escribiendo mensajes que nunca eran contestados.
Mi deseo siempre fue el mismo: volver a aquellos momentos de afecto y ternura. Pero en su lugar, me encontraba con una frialdad que me helaba el corazón. Seguramente, P. temblaba cada vez que miraba su teléfono y veía un mensaje mío. Que nunca era uno, sino decenas por minuto. Y lo lamento, sinceramente.
Después de mi última incursión escrita—después de meses, en realidad—salí al mundo exterior. Caminé dos pasos y me quebré. Pensé en regresar a casa mientras me secaba las lágrimas. Jugué con las llaves todo el camino. Sentí una presión en el estómago. Escuché gritos infantiles y vi gente. Todo era muy, muy extraño, pero no llegué a la desrealización.
En el trabajo, me sentí incapaz de acompañar a una criatura que estaba inmersa en otro mundo, igual que yo. Conversé con A. sobre mi sensibilidad auditiva. Escuchaba gritos y quería salir corriendo. Hice bien mi trabajo, nada que agregar.
Al volver a casa, masticando un chicle, me detuve en el centro de salud al que había ido con P. No podía verme ahí, parada junto a él, un mediodía frío. Fue un lunes, también. Un lunes muy lejano, increíblemente. Aceleré el paso. Tampoco pude encontrarnos en la esquina de mi casa, abrazados, mientras él me pedía perdón. Estaba sola. P. no estaba ahí, solo en mi mente.
Me pregunto si me recordará.
Lloro.
Me pregunto si pasaré cerca de su corazón.
¿Cuánto tiempo más seguiré reviviendo esta historia sin fin?
No quiero ni pensar en la próxima vez que tenga que salir de casa.
No quiero ni pensar en él.
No quiero necesitarlo.
No quiero extrañarlo así.
La distancia me rompe el corazón.