Me respondió anoche, seis horas después de haberle enviado un largo mensaje. Contadas veces recurrí a ella por fuera de nuestros encuentros semanales, y cuando lo hice, mis pedidos de ayuda fueron breves. Esta vez, angustiada, le conté todo lo que venía sintiendo desde el jueves, día en que pensé en contactar a la hermana de P.
Ayer, antes de ir al trabajo por segunda vez, sentí que necesitaba hablar con P. Empecé a girar obsesivamente en mi mente, pensando en los movimientos que tendría que hacer para llegar a él. Casualmente, un error persistente me lo impidió, al menos en parte. Le escribí un mensaje, por tercera vez en dos meses. También lo hice con R. Todo eso que P. no quería que hiciera.
D. fue empujado por otro infante en una clase de Educación Física. Su docente me comentó que, con frecuencia, se asusta y llora con fuerza. Ahí estábamos: D. llorando en el piso, y yo, sensible, conteniendo mis propias lágrimas mientras acariciaba su espalda y su mano.
Le contaba a A. que tengo objetos que me recuerdan a P. Mi lugar de trabajo, las edades de los niños que veo regularmente, me remiten a su hijo. Relaciono mis salidas al exterior con su presencia, como si lo hubiese visto ayer, pero termino angustiada, porque no está en mi vida ni va a venir a visitarme. A pesar de saber esto perfectamente, me desespero por contactarlo y sufro ante su ausencia.
Pensé que era una estupidez molestar a A. por esto, pero me hizo bien haberlo hecho. Sé que, a diferencia de P., ella va a estar ahí para ayudarme y contenerme todas las veces que lo necesite. En fin, alterno mis tiempos de estudio y entretenimiento, esperando con ansias la llegada del lunes.