Como era de esperarse, prácticamente se la dediqué a P.
Aún resuena en mí una palabra que utilizó A. para referirse a mi trato hacia él. Habló de acoso, y la idea de haberlo acosado con maldad me angustió, porque sé que nunca fue mi intención.
Entonces volvió la idea de compulsión, ligada a mi estructura psíquica obsesiva. Por mucho que me esforzara, no podía controlar mis dedos inquietos, mi mente irrefrenable. El mecanismo era el siguiente: aparecía la idea de P., y yo no tenía otro camino posible que no fuera ejecutarla, convertirla en acción, en mensajes.
Mis actos eran síntomas que padecía profundamente y que, en la distancia temporal, empiezo a elaborar —no desde la culpa, sino desde la responsabilidad subjetiva. Me veo, tiernamente, entre lágrimas, esperando una respuesta. No quería invadirlo: quería que lo nuestro no se rompiera. Necesitaba su presencia.
Y P. jugó ese juego, con sus desapariciones y retornos, su ternura y, posteriormente, su desprecio. Sostenía lo nuestro desde su ambigüedad, un lugar dañino para mí. No terminaba de romper el vínculo, y esa dinámica mantuvo mis compulsiones. Aunque dijera claramente que no estaba disponible para mí, terminaba volviendo: acariciándome, abrazándome, dejándose encontrar. Compartía intimidad conmigo, y eso desmentía sus palabras. Era incoherente, y no se responsabilizaba por el impacto que eso generaba en mí. Su contradicción alimentó mis compulsiones, atrapándome en una angustia irresoluble.
Sabía que yo lo esperaba, que lo buscaba, que lo anhelaba y lo quería como a ninguno. Consciente o no, usó ese poder afectivo que yo misma le otorgué. Además de generarme una confusión constante, negaba despreciarme e invalidaba lo que había pasado entre nosotros. Mis emociones le resultaban infantiles, poéticas, inadecuadas. Él tenía la verdad absoluta sobre el amor. ¿Fui muy sensible, o desestimó mi dolor?
Su insulto en la intimidad, y su posterior negación ya daban cuenta de una violencia psicológica, sexual y vincular. Recuerdo su mano tapando mis ojos, deshumanizándome, invisibilizándome. No quería verme, y me anuló simbólicamente, queriendo borrar mi subjetividad. Fue como si, en ese momento, hubiera dejado de existir para él. Con todo lo que me había esforzado por ser vista, escuchada, reconocida.
Soportaba su destrato y rechazo, con la esperanza de que volviera a tratarme con ternura. Era útil porque lo esperaba, tenía mi afecto cuando quería, y además se sentía deseado. Pero yo no tenía ningún tipo de derecho a demandar reciprocidad o coherencia. Y cuando pedía más, me rechazaba. La compulsión era mi única vía para sostenernos.
A. comparte la posibilidad de que P. haya restringido sus perfiles en línea por mí. Al parecer, deja la puerta entreabierta para sostener su narcisismo. Hay algo de mi afecto constante, mi deseo, mi entrega, que le da un lugar importante. ¿Seguirá comprobando mi amor? Ah, una respuesta muda... Si lo nombro, P. existe. Y es probable que reavive su nostalgia, o su simple curiosidad.
Mi forma de amar, íntimamente ligada a lo sensorial, me empujaba a lo furtivo, lo interrumpido, lo exhibicionista, lo no procesado. En aquellos momentos no podía decirle a P. que lo quería, porque sabía, intuitivamente, que él no podía escucharme. La pasión encubría su falta de compromiso. Proyectaba en mí la causa de su desapego, reforzando la idea de que debía mejorar para que quisiera estar conmigo. Yo tenía la culpa de su frialdad. Y mi compulsión justamente aliviaba mi angustia. Mis recuerdos placenteros nublaban la claridad del daño que me hacía.
Y cuando se fue... no le importó si yo estaba lista para irme también, si podía hacerlo sola, si deseaba lo mismo. Fue su salida personal. Recuerdo que me mató simbólicamente. Me aniquiló —y no es una exageración, sino por mi estructura psíquica. Por eso escribí que mi mundo perceptivo se desarmó en el dolor. Me abandonó psíquicamente, y yo convertí esa muerte simbólica en un escrito.
Yo era el problema: mi compulsión, mi síntoma, mi intensidad. No su ambigüedad, su negligencia emocional, sus gestos contradictorios, su falta de cuidado. Se retiró justo cuando esperaba que me contuviera, que me escuchara. Se desentendió de mí emocionalmente, negándose a hablar de lo que me pasaba, y eso terminó fragmentándome.
Sigue siendo lunes. El mismo lunes que ayer. El mismo lunes de hace cuatro meses y una semana, desde que se fue.