Es el tercer día consecutivo de la semana en el que sueño. Hoy, en particular, me he despertado con una profunda emoción y un sentimiento de ternura, como si estuviera a punto de desbordarme de un afecto del cual carezco en las interacciones diarias. Cargaba un bebé en mis brazos, un precioso varón con ojos enormes y una tranquilidad absoluta. Un niño hermoso que, al dormir, parecía un ángel con alas frágiles y una falta de fuerza evidente. Un niño que era mío, lo cual tal vez explique su rostro relajado y cansado, su mirada profunda y sus movimientos delicados. Despierto con el deseo palpable de abrazar a ese bebé, si tan solo existiera, algún día.
La imagen de P. se instala en mi ser, dividida por una contradicción: una ternura que de ninguna manera es inocente, una pasión capaz de incendiar un bosque entero. Una realidad que anhelo compartir con mi psicoanalista, dado mi sentido de extrañeza, al hablar de una fantasía con un hombre que parecía de carácter imposible y que, de pronto, me muestra una dualidad de deseos suaves y fuertes. El pesimismo me consume, incluso siendo testigo de la realidad, un descreimiento y una creencia de que eso jamás se concretará. Al mismo tiempo, es como si pudiera sentir el cuerpo de P. en un abrazo, nuestros labios fusionándose en un beso lento, la incomodidad de volver a mirar su rostro, su mirada expresiva y deseosa, como si pudiera sentir sus manos acariciándome y la suavidad de su pelo, de su cuello y su torso.