Primera salida al exterior después de meses, sin un solo síntoma de ansiedad. A la vuelta de la esquina, la presencia de P. se dibuja como una figura posible y alcanzable. Nuestro encuentro gira en los recovecos de mi mente, detallando una fantasía finalmente cumplida. Me enfrento a su mirada profunda, repleta de ternura, deseo y alegría. Mi beso en su mejilla es seguido por unos brazos fuertes que me estrechan contra él. Se crea una quietud, una profunda tensión que nos lleva a debatir quién será el primero en avanzar.
Detenida en su rostro como una suma de partes bellas y significativas, parece la venida de un ángel lujurioso que reclama caricias, como si fuera un niño desprotegido, perverso polimorfo. Sus labios tocan los míos con una suavidad indescriptible, apasionante, como si pudiera sumergirme en las profundidades de una cavidad de piel lubricada, membrana mucosa, danzando lentamente junto a su lengua. Aprecio cada uno de sus detalles, como si se tratara de una escultura pesada que pudiera desmoronarse con un toque mágico.
Lo indecente, lo impuro, lo más sexual y primitivo emerge como algo necesario, dos fuerzas contenidas que pronto se liberan. Es él, es P., quien ahora me anhela. Se produce una unión casi genital, desesperada. Yo, sobre sus piernas, acariciando su pelo, su cuello, su brazo. Yo, sintiendo sus manos. Yo, perdida en su mirada. Yo, riéndome infantilmente, escuchando su tono de voz tan calmado, su risa leve. Me aferro por un instante a su cercanía, a su pureza, a su seducción, al sabor de su piel, tan dulce como un copo de azúcar.