sábado, noviembre 09, 2024

Últimamente me siento frígida, y P. no tiene tiempo para verme.
En el día de ayer, Z. cumplió apenas doce añitos. Tenía su edad cuando enmudecí. Mi mirada se detenía en ella, o en la nada. Hace doce años, también mis amigas me esperaban con exquisiteces para celebrar. A partir de aquel momento, o pocos meses después, me deprimí.
Me encontraba semanalmente con H. para besarnos y tocarnos, aunque esto último me daba entre asco y vergüenza. Me cortaba las muñecas, y uno de mis motivos era la certeza de que él amaría siempre a I. Durante muchos años, H. me deseó, incluso decía que me amaba, pero no de la misma forma que a ella. Nunca fuimos novios formalmente, yo era demasiado chica para él.
Me gustaba escribir, aunque veía blanquinegro. Las historias más terroríficas se quedaban en mi mente. V., mi psicóloga de aquel entonces, me generaba rechazo. Siempre estaba sonriente para mí y me impulsaba a escribir. Ahora lloro recordándola. Era una niñita muy frágil, pero podía ser durísima, resistente ante las imposiciones. A la distancia, puedo reconocer que necesitaba ayuda. Tenía más momentos tristes que felices en la diaria.
Omitiré los problemas con mis padres, y la figura de R. tan contraria a mí. S. era la persona más presente en casa, entregada a mi hermano y a mí. Yo no supe agradecerle nada, y por eso mis ojos lloran sin control. Tuve suerte de tenerla, me hacía sentir acompañada. Nadie se enteraba de mi sufrimiento, de mis noches en vela, de la soledad que albergaba en mi joven corazón. Según R., mis padres debieron enderezarme para que no creciera torcida como un árbol. R. responsabiliza a mis padres, pero sin duda creo que ya existía en mí una fuerza débil y poco gusto por la vida.
Supongo que tendré miedo hasta que me muera, y un enorme dolor tan inexplicable que no podré escribirlo nunca. La represión es siempre la mejor opción, pero deben existir estos momentos angustiosos tan insoportables en los que siento mi carne abrirse y sangrar el pasado.
A. es un chiquito de once años que no veía hacía un mes. Su mirada, perdida en una ventana, me despertaba una profunda inquietud. Me preguntaba en qué estaría pensando, o qué voces malignas estaría oyendo. A. tiene rasgos psicóticos. Si hubiera existido en mí alguna capacidad extraordinaria, lo hubiese despertado de su horrible pesadilla. Mi anhelo por el bien es, sencillamente, eso, un anhelo.