Busqué la llave, aunque no me detuve mucho en eso. Me quedé del lado de adentro, mirándolo fijamente. R. hizo silencio, salió del auto y vino a encararme con el teléfono en la mano. Muchas veces quise enfrentarlo, pero siempre terminaba conteniéndome, hasta que ya no pude soportarlo más. No tuvo mucho sentido: se justificó y dijo que yo estaba equivocada. Cree que si estoy disconforme, tengo que emigrar. Yo asentí con la cabeza y me retiré. A simple vista, no pareciera que salí victoriosa, pero lo siento así.
Supongo que mi madre escuchó el inicio de mi queja. Luego recibí mensajes suyos dándome la razón y felicitándome. Comí entre lágrimas y recurrí a A., pero no tenía un rato disponible para hablar conmigo. Quedamos en adelantar la próxima sesión psicoanalítica al lunes. ¡Menos mal, falta muy poco!
El fin de semana escucharé música, pintaré, haré yoga, escribiré en mi cuaderno, disfrutaré del tiempo en solitud y, finalmente, le contaré lo sucedido a A. Si pude liberarme de P., también podré hacerlo de R. Aunque haya llegado el estallido, creo que mi relación con la ira es bastante saludable.
Por desgracia, tengo que enfrentarme a hombres imbéciles, ciegos, narcisistas y machistas. Me fascina dejarlos al descubierto y, mejor aún, defenderme y ponerme en primer lugar. Permití y aguanté que dijeran de mí cualquier barbaridad; ahora me regocijo en el silencio de R. Después del alejamiento de P., ya no espero que nadie me pida disculpas. Me da igual. De todas maneras no perdonaré que se me pisotee.
Ahora, tanto P. como R. son hormiguitas diminutas y yo, borracha de poder, podría aplastarlos. Ahhh... soy invencible.