Ayer le escribí a un viejo conocido de P.
Sentí algo parecido a un llamado mágico: mi útero expulsando sangre, la lluvia, las horas espejo, la idea fija de que P. me necesitaba. Como aquella vez en que le escribí una carta de amor y otras señales vinieron a mí: el menstruo, una lagartija, las horas espejo, la necesidad de expresar eso, en ese momento.
P. me llamó a las once de la mañana a través de la idea de contactarme con R. No lo hice impulsivamente; lo medité durante cinco horas. ¡Cinco horas! Lo primero que recordé fue uno de los últimos pedidos de P.: me había dicho que no intentara acercarme a R. ni a su hermana. Ese límite me hacía retroceder ante cualquier pensamiento fugaz de enviar un mensaje.
El pedido de P., sus malos tratos, su insulto, sus últimas palabras antes de alejarse, el alejamiento mismo... Cada uno de esos momentos de dolor aparecía como un obstáculo ante mi insistente deseo de escribir. Mis sentimientos eran contradictorios. ¿Cómo podía sentir afecto, extrañarlo, pensar en él de esa manera, después de todo lo que sucedió entre nosotros? ¡No! ¡Ni loca haría algo para acercarme a él! ¡Imposible!
Pero el llamado seguía golpeando mi puerta. P. volvía a mí disfrazado de bombero, jugando a la pelota, mirando televisión. P. era un niño que necesitaba amor. Necesitaba que alguien le preguntara cómo estaba. Necesitaba mi mensaje.
Tiempo silencioso, papeles escritos de puño y letra, auto-diálogo: procesar una y otra vez lo que pasó entre nosotros, reflexionar sobre lo que sentía, imaginar todos los escenarios posibles una vez que enviara el mensaje. Tiempo pasado, presente y futuro enredándose en mi mente.
P. me pidió que no intentara contactarlo a través de R. o su hermana. P. hizo esto, dijo aquello, reaccionó así... Estaba claro que no debía enviar el mensaje. No debía pensar en él, ni sentir nada afectuoso, ni preocuparme por su bienestar. No debía retroceder.
Pero había pasado más de un mes. Solo quería saber cómo estaba. Me sentía llamada a hacerlo, en ese momento, por alguna razón. ¿Debía ser racional o dejarme llevar por mis emociones e intuición? ¿No era, acaso, un mensaje amable? P. sabría que fui yo quien preguntó. Quizás lo tomara bien.
¿Y si me escribía enojado (con razón) por hacer algo que me pidió expresamente que no hiciera? ¿Y si me trataba mal? Todos los escenarios eran oscuros y, de cualquier forma, no estaba haciendo "lo correcto" al dirigirme a R.
Después de cinco horas de estos y otros miles de pensamientos, llegué a la conclusión de que solo estaba siguiendo el camino que marcaba mi corazón. Mi deseo de saber cómo estaba P. era genuino, aunque su respuesta pudiera ser falsa. Pero, al final, él recibiría el verdadero mensaje oculto: Estoy pensándote. Soy yo quien pregunta.
No encontraba la forma adecuada de preguntarle a R. sobre P., y eso me desesperaba. Reformulé el mensaje varias veces. Solo quería saber cómo estaba. ¿Era el momento indicado? ¿Estaría trabajando? ¿Estaría con su hijo? Esperaba que estuviera solo, que leyera el mensaje de noche, que no se enojara conmigo.
Mensaje enviado.
Pasaron dos horas y R. no lo leyó. Me sentía muy nerviosa. Temía que P. me escribiera para recriminarme lo que hice. ¿Cometí un error? ¿Cómo pude hacer esto? Pero... era un mensaje cordial.
¿Y si R. simplemente estaba ocupado y no podía leerlo? P. no publicaba nada desde hacía días. ¿Y si R. ignoró mi mensaje? ¿Y si P. le pidió que me ignorara?
Es mejor que descanse.
Son las cinco de la mañana. Pasé doce horas sin comer y otras doce desde que escribí a R. No leyó el mensaje. No quiso leerlo. No lo sé.
¿Me equivoqué? ¿O R. simplemente no quiere involucrarse? No puedo culparlo por eso. Otro día más sin saber nada de P. Y lo extraño.
Lloré algunas veces. Pensé demasiado en él y en esta situación. Escribí mucho. Recordé una reunión entre P. y R. P. contaba que un día perdió cuarenta minutos con S. y su hijo porque necesitaba volver a casa para verificar el garaje. ¿Cómo puedo ser consciente justo ahora de su evitación de la intimidad?
Ya pasaron veinticuatro horas desde mi mensaje.