viernes, enero 24, 2025

Han pasado cuatro días desde que P. me abandonó, y yo sigo con una extraña sensación: un palpitar suave en la columela nasal. Jamás había experimentado algo así.
Hoy encontré el último mensaje que le envié a N., aquel en el que le pedía una conversación breve. Leí algunas de mis palabras y, aunque hayan pasado tres años, siento que no aprendí nada. Decía yo:
Perder el miedo al abandono fue el primer paso para un verdadero cambio.
Nunca te quise tanto como ahora, ahora que no puedo hablar de nosotros.
No necesito que sea recíproco.
No necesito que hablemos constantemente.
No dejé de quererte, pero sí de idealizarte.
Te amaba desde el apego, desde la dependencia, desde el miedo. Y por sobre todo, desde la falta de amor propio.
No necesito de tu presencia para tenerte presente, valga la redundancia.
Tampoco me interesa controlarte.
Podés alejarte de mí, poner límites y esquivar el contacto.  
 
No perdí el miedo. No aprendí a amarme a mí misma. Otra vez, la misma piedra en el zapato. Las dificultades relacionales se repiten, una y otra vez. Me hago preguntas y no encuentro respuestas. Lloro. Recuerdo.
Y tengo miedo.
Miedo de que P. no vuelva.
Me recuesto en silencio, abrazando mi dolor, y lloro con todas mis fuerzas.