La segunda voz se acopla a la primera, casi inaudible. Teoriza, lleva la cuenta de mis años silenciosos, pero, a diferencia de la primera, acepta que hizo lo que pudo. Piensa, dice lo que piensa, pero no se desespera por volver realizable lo irrealizable, no necesita calmar su soledad. No se opone obstinadamente a lo imposible. La segunda voz puede vivir, y de hecho vive, a pesar del silencio.
A fin de cuentas, opino que todos buscamos llenar un vacío. Y la partida de P. me enseñó que el vacío es imposible de colmar con una relación, con una cosa, con un proyecto. El vacío volverá cuando esa persona se vaya, cuando esa cosa se rompa, cuando ese proyecto termine. Se puede buscar la unión, se puede anhelar algo concreto, se puede iniciar un proyecto; y eso es, sencillamente, vivir. Pero el vacío no podrá ser llenado por una causa externa. Inteligente sería afrontarlo, soportar el silencio, saber que el fin es inevitable y está a la vuelta de la esquina.
Y no hablo de la primera voz, ni de la segunda, ni de P., ni de alguien en particular, ni siquiera de mí. Hablo de la vida y de la muerte. Del amor, del dolor, de la felicidad. De los placeres inmediatos y momentáneos. De la búsqueda de la completitud, de la perfección absoluta. Y escribo tanto que, al final, no digo nada, porque tampoco es posible decir algo y al mismo tiempo decirlo todo. Si hay algo posible, y también inevitable, es el encuentro unipersonal. Encontrar una palabra propia, una compañía que será siempre la mejor. Una persona que estará ahí desde el inicio hasta el fin del día, en las amarguras y en las satisfacciones. En la angustia insoportable intrínseca al vivir, en los más profundos temores de pérdida y destrucción.
La infelicidad, entonces, radica en la postergación del más importante encuentro. Seremos más infelices cuanto más alejados estemos de nuestro centro.
Nada que no se haya escrito ya.