miércoles, enero 29, 2025

Oigo dos voces masculinas hablando a la distancia. Una de ellas cree que estoy enojada, proyectando su propio enojo. Esta voz se siente profundamente sola y supone que una palabra mía o un rato compartido conmigo podrá sanar su temor a la soledad y, quién sabe, quizá también a la muerte. ¡Ah, si tan solo yo fuera tan dadivosa! ¿Cómo puede ser que le "niegue" mi presencia a esta voz que tanto, tanto la necesita? Se pregunta qué puede hacer, cómo puede vencer la imposibilidad, de qué manera y con la ayuda de quién podrá lograrlo. Es resistente, como un árbol enraizado cuyas ramas se extienden hacia lo alto del cielo. Proviene de un mago que no tiene magia. Me pregunto por qué la soledad y la muerte lo atemorizan tanto, por qué siente ese pánico ante el encuentro consigo mismo y lo lleva a perseguir lo inviable como si se tratara de una pócima mágica. ¿Cuándo dejará de esperar esa palabra, ese gesto, ese no sé qué? ¿Cuántas veces más se aferrará a la ilusión? Por suerte, a mí ya me la arrebató P.
La segunda voz se acopla a la primera, casi inaudible. Teoriza, lleva la cuenta de mis años silenciosos, pero, a diferencia de la primera, acepta que hizo lo que pudo. Piensa, dice lo que piensa, pero no se desespera por volver realizable lo irrealizable, no necesita calmar su soledad. No se opone obstinadamente a lo imposible. La segunda voz puede vivir, y de hecho vive, a pesar del silencio. 
A fin de cuentas, opino que todos buscamos llenar un vacío. Y la partida de P. me enseñó que el vacío es imposible de colmar con una relación, con una cosa, con un proyecto. El vacío volverá cuando esa persona se vaya, cuando esa cosa se rompa, cuando ese proyecto termine. Se puede buscar la unión, se puede anhelar algo concreto, se puede iniciar un proyecto; y eso es, sencillamente, vivir. Pero el vacío no podrá ser llenado por una causa externa. Inteligente sería afrontarlo, soportar el silencio, saber que el fin es inevitable y está a la vuelta de la esquina.
Y no hablo de la primera voz, ni de la segunda, ni de P., ni de alguien en particular, ni siquiera de mí. Hablo de la vida y de la muerte. Del amor, del dolor, de la felicidad. De los placeres inmediatos y momentáneos. De la búsqueda de la completitud, de la perfección absoluta. Y escribo tanto que, al final, no digo nada, porque tampoco es posible decir algo y al mismo tiempo decirlo todo. Si hay algo posible, y también inevitable, es el encuentro unipersonal. Encontrar una palabra propia, una compañía que será siempre la mejor. Una persona que estará ahí desde el inicio hasta el fin del día, en las amarguras y en las satisfacciones. En la angustia insoportable intrínseca al vivir, en los más profundos temores de pérdida y destrucción. 
La infelicidad, entonces, radica en la postergación del más importante encuentro. Seremos más infelices cuanto más alejados estemos de nuestro centro. 
Nada que no se haya escrito ya.