Sorpresivamente, también ayer, R. se acercó a mí después de semanas. Me recuerdo en la noche y me siento igual de agotada. Esta vez, no lloraba sola en un rincón; sino que me veía en medio de una orgía de ruidos infernales.
Detesto las reuniones. ¡Cuánto me incomodan, me alteran y me irritan! Una orquesta de voces insoportables, de cantos, bailes, aplausos, estruendos. Imposible controlar aquello. Yo, una mujer por demás callada, somnolienta, sosegada.
Estoy acostumbrada a la solitud silenciosa y angustiante. Los ruidos infernales provienen constantemente de mi mente, y el control suele estar bajo mi poder. Cuando me intranquilizo, escribo. Pero cuando no puedo acallar la alegría ajena, me cruzo de brazos y miro el horizonte, con una mezcla de ira y tristeza.
Contando los días para, finalmente, poder hablar con A. Perdí la cuenta, no recuerdo cuándo fue la última vez que conversamos. El tiempo se quedará demasiado corto para contar todo lo que quiero contar. Por un lado, R., y por otro, P. Tendré que elegir a uno de los dos y desarrollar lo sucedido.
Hablaré de quien más me importa, de lo más urgente. De repente, R. se comporta de otra manera conmigo, y ya no me afecta su accionar. Pero P. es una preocupación que no puedo quitarme de la cabeza en ningún momento. Preciso patear el hormiguero de mis pensamientos tortuosos. Y recuperar a P., porque deseo que reciba de mí el amor más sano y respetuoso que pueda ofrecerle. Trabajaré incansablemente.