Desperté muy temprano, ansiosa. Después de una semana, tuve que recurrir a R., quien todavía me ataca. Me puse cómoda para escribir; lo necesitaba. La semana que viene le pediré una sesión a A., en este momento está de vacaciones. Mientras tanto, buscaré en mí un ápice de calma.
Me pregunto, a toda hora, cómo se sentirá P. Hace tres días que no sé nada de él. Me persigue la idea de que si yo no le escribo, él no aparecerá. Siempre nos arreglamos gracias a mí, y temo que no me busque más, pero también opino que es su problema. Tal como me decía ayer A., es una pena que no pueda disfrutar por sus dificultades, pero es un hombre grande, y no puedo responsabilizarme por él. No puedo seguir creyéndome poca cosa, porque siempre lo escuché, le brindé mis palabras y un abrazo cuando lo necesitó, lo traté con todo mi cariño y busqué su bienestar. Prioricé hablar sobre nuestros problemas, pedí disculpas, expresé mi afecto, propuse soluciones, intenté cambiar progresivamente y entenderlo, por muy difícil que me resultara a veces. Creo que si no puede reconocerlo y valorarlo, allá él. Si sus miedos le impiden ver quién fui siempre, lo lamento mucho. De hecho, ahora no puedo ocuparme de este tema, me necesito.