martes, agosto 20, 2024

Tengo un fuerte dolor de cabeza. Lloré después de haber ido a trabajar. J. me gritó, deambuló, y no aceptó ninguna de mis órdenes. Fueron dos horas muy intensas, y me sentí una pésima profesional. Todos me miraban y me presionaban para que fuera más firme. Tengo miedo de no estar a la altura, de ser una fracasada. Y todo es culpa de mi carácter, de mi voz suave. Sinceramente, no creo poder imponerme. Soy muy exigente conmigo misma, por eso exploté. Hicimos una actividad juntos, le ofrecí galletitas de chocolate rellenas y lo entretuve un rato con unas cartas de animales. Además, puse límites dos veces. Creo que por hoy fue suficiente, e hice lo mejor que pude. Quizá es cuestión de tenerme paciencia. 
Desperté muy temprano, ansiosa. Después de una semana, tuve que recurrir a R., quien todavía me ataca. Me puse cómoda para escribir; lo necesitaba. La semana que viene le pediré una sesión a A., en este momento está de vacaciones. Mientras tanto, buscaré en mí un ápice de calma. 
Me pregunto, a toda hora, cómo se sentirá P. Hace tres días que no sé nada de él. Me persigue la idea de que si yo no le escribo, él no aparecerá. Siempre nos arreglamos gracias a mí, y temo que no me busque más, pero también opino que es su problema. Tal como me decía ayer A., es una pena que no pueda disfrutar por sus dificultades, pero es un hombre grande, y no puedo responsabilizarme por él. No puedo seguir creyéndome poca cosa, porque siempre lo escuché, le brindé mis palabras y un abrazo cuando lo necesitó, lo traté con todo mi cariño y busqué su bienestar. Prioricé hablar sobre nuestros problemas, pedí disculpas, expresé mi afecto, propuse soluciones, intenté cambiar progresivamente y entenderlo, por muy difícil que me resultara a veces. Creo que si no puede reconocerlo y valorarlo, allá él. Si sus miedos le impiden ver quién fui siempre, lo lamento mucho. De hecho, ahora no puedo ocuparme de este tema, me necesito.