Oigo la voz de Paul McCartney. Pienso que mañana podré hablar con A., pero me asusta lo que pueda llegar a decirme. Me duele creer que será esta la ruptura definitiva.
He atravesado tantas crisis con P. que, de a ratos, me siento tranquila. Confío en que, luego de algunos días, podremos conversar normalmente. Si dudo es por culpa de mi ansiedad, la misma que me empuja a escribirle siempre.
Reconozco al menos tres estados: por un lado, me preocupo sobremanera y lloro. Por otro lado, sé que esto es parte de nosotros, y que nunca una discusión nos llevó a terminar esta historia. Por último, intento distraerme para evitar los pensamientos catastrofistas.
Desde el primer momento, P. se me presentó como una figura imposible. Nunca creí que seríamos una pareja, ni siquiera cuando A. me lo cuestionaba. De hecho, opino que todo lo que pasó entre nosotros fue un sueño hermoso. Sé que no podemos estar juntos, pero eso ya no me importa. Solo quiero abrazarlo.
No sé por qué, hay una fuerza que me lleva a creer que P. experimenta algún tipo de sentimiento hacia mí. Me quiere, y me desea. Me lo ha demostrado al menos seis veces. Pero al mismo tiempo, necesita su espacio, y yo no he podido dárselo. Esto último es importante.
Supongo que ya es hora de hacerle hueco a la incertidumbre. Es hora de observar desde lejos mis pensamientos obsesivos, y conservar la calma el mayor tiempo que pueda. No reprimiré mi angustia, pues existe y ha de liberarse. Pero no moriré de pena esta vez. Comeré, descansaré y trabajaré. Aún así, esperaré a P., tratando de que mi querer sea como él necesita: paciente, desapegado y sano.