Érase una vez un bosque encantado, aledaño a una pequeña aldea, donde los árboles majestuosos derramaban láminas cristalinas que flotaban suavemente como plumas, susurrando con el viento hasta descansar en los pastizales mullidos. Las raíces, firmemente adheridas a la tierra, emergían como serpientes de piedra, mientras que las flores, frágiles y coloridas, se extendían por todo el suelo, como un tapiz vibrante que invitaba a perderse.
Musgos relucientes cubrían las rocas, y una cascada de tonos violáceos los rociaba con su vapor etéreo. Revoloteaban por doquier luciérnagas recién nacidas, curiosas y atrevidas, explorando los rincones más ocultos y fascinantes de aquel mundo mágico.
Venados de cola blanca paseaban con elegancia, buscando las setas más carnosas. En su camino, descubrían senderos salpicados de deliciosas semillas rojizas. Mariposas azulinas danzaban en el aire, apenas perturbadas por la suave brisa, como si el viento mismo evitara interrumpir su gracia.
Entre las sombras, pequeñas lagartijas se refugiaban de la luz, mientras escarabajos blanquinegros y hormigas verdosas se movían con propósito entre la hierba húmeda. La seda de las telarañas cubría algunos rincones, formando delicadas mantas protectoras que relucían como hilos de plata bajo los rayos del sol.
En este paisaje de ensueño, caminaba yo, cubierta por un impermeable translúcido, protegiendo mi más preciado tesoro: una joya de nácar y oro escondida entre mis finos cabellos. Este artefacto era la clave para cruzar los límites entre el bosque y la aldea, permitiéndome comunicarme con sus habitantes y desentrañar los secretos que unían ambos mundos.
En el interior de una caverna cercana, vivían tres elfos hermanos. Custodiaban en su hogar tesoros de incalculable valor: exquisiteces dulces que derretían los corazones más fríos, pócimas capaces de rejuvenecer a las criaturas de la aldea, y ramas secas cuidadosamente seleccionadas para encender el fuego en las noches gélidas.
Las hadas, creadas de polvo de estrellas, volaban incansables, y se consagraban a proteger las vidas pequeñas que habitaban la aldea. Especialistas en sanar heridas, sus diminutas manos trabajaban con ternura, restaurando incluso lo que parecía perdido. Los duendes, siempre diligentes, eran los guardianes de las piedras preciosas, llaves mágicas reservadas solo para aquellos habitantes dignos de su poder.
A medida que avancé, el aire se volvió denso, y los susurros de la brisa se convirtieron en murmullos indescifrables, como si el bosque intentara hablarme en un idioma que no comprendía. Los colores vibrantes que antes adornaban el lugar comenzaron a desvanecerse, absorbidos por un gris opaco que se extendía lentamente, como una sombra que invadía el suelo. Mis pasos, antes suaves y seguros, ahora sonaban vacíos, y las criaturas que poblaban el lugar parecían desvanecerse ante mi mirada. El bosque ya no era el mismo.
Me adentré en arbustos laberínticos, cuando un aullido amenazante rompió el silencio. Un crujido a mis espaldas me detuvo. Sentí el peso de una presencia hostil, pero no me atreví a voltear. El bosque, que antes me acogía, ahora parecía conspirar contra mí. Llevé mi mano hacia la joya escondida en mi pelo y aceleré el paso. Detrás de mí, una figura monstruosa me perseguía. En aquel momento, comprendí que todo había sido una trampa. Había recibido una carta que me citaba al portal de luz. Ingenua, creí que se trataba de otra misión secreta de Alfred, el duende que me entregó la joya.
Cada paso parecía llevarme más lejos del bosque que conocía. Los sonidos que antes me tranquilizaban ahora eran ecos vacíos, burlándose de mi ingenuidad. Un rugido más cercano me hizo tropezar con una raíz sobresaliente. Caí al suelo, raspándome las palmas de las manos. Al alzar la vista, un par de ojos brillantes me observaba desde la penumbra.
No era un lobo común. En sus ojos ardía una furia ancestral, como si cada uno de sus siglos estuviera concentrado en esa mirada penetrante. No era solo un depredador; era la encarnación misma de un odio tan antiguo como el propio bosque. Se acercaba lentamente, disfrutando de mi terror, como un cazador que saborea la presa antes de devorarla. Sus colmillos, afilados como cuchillas, relucían bajo la luz sombría, mientras su sonrisa torcida se expandía, reflejando un deleite cruel que erizó mi piel.
—Nadie podrá salvarte —dijo, con voz profunda y segura.
Con el cuerpo rígido y el corazón latiendo desbocado, cerré los ojos con fuerza, como si aquello pudiera ahuyentarlo. Pero no fue así. Rasgó mis ropas y desgarró mi rostro con sus dientes afilados. Me despedazó cruelmente hasta dejarme indefensa. Mi agonía era su alimento, mi mirada perdida en el horizonte, entre quejidos.
Me aferré a la joya con todas mis fuerzas, esperando que algo, alguien, me salvara. Pero nada sucedió. El lobo tenía razón: no había esperanza. Ni los elfos, ni las hadas, ni los duendes, ninguna de esas figuras en las que creí con tanta fe podría rescatarme. Pedí un milagro, pero las sombras de un mundo que creí real se desvanecieron, como humo llevado por el viento. La magia del bosque, que alguna vez me ofreció consuelo, ya no existía. Mi sangre se fundió con la tierra que alguna vez me fascinó, y el bosque, en su desolación, se volvió tan vacío como mi alma, tan callado como la tumba a la que me dirigía.