Hoy, R. me llamó por mi nombre, después de al menos cuatro días sin dirigirse hacia mí. En su voz y en su rostro, un enojo perceptible. Estoy inapetente, paso días enteros sin alimentarme. Evito a R. a rajatabla. No me enfrento a él en ningún momento. Aguardo impaciente los momentos en que sale de casa para poder sentirme tranquila. Su sola presencia me molesta, tengo motivos de sobra para refugiarme en mí. Cuando presiento su llegada o escucho su voz, me altero.
A. me invitó a festejar su pasado cumpleaños. Por un momento, pensé en asistir. Ella deseaba mi presencia. Pero al ver a R. preferí encerrarme nuevamente. Ahora, me acompaña un silencio demasiado agradable. Respiro tranquilamente, casi somnolienta. Me siento como si estuviera en otro plano, en el que la ira triste me roza mientras yo me mantengo impasible.
Hay un hombrecito de tamaño pequeño que toca la puerta de mi corazón con fuerza. Debo pintar, leer, y refugiarme lejos de aquel hombrecito. Debo comer, aunque no siempre pueda hacerlo en solitud. No tengo pensamientos anoréxicos. La falta de alimento se nota en mi rostro, y en mi estómago por demás vacío. Sola, juego a las escondidas. Nadie me busca. El hombrecito estará cansado. Ah, hora de abandonarme a otro mundo...