Para mi sorpresa, recibo un saludo inesperado: el de A. Me hace sentir comprendida, comentando que está recostado en su cama tomando alcohol. En su caso, no está afectado ni sufriente. Cruzamos algunas palabras hasta que insinúa querer apreciar mi desnudez. Eso me hace alejar terminantemente.
No hace falta escribirlo, pero me siento exageradamente sola. Nadie se preocupa por mí; me evitan como si no existiera. Además del saludo de A., recibo contados mensajes de mi familia, quizás tres. Mi madre me asegura que el año que viene será distinto, que podremos estar juntas. Imagina que comeremos y seremos felices. Sabe que estoy refugiada, pero no de mi fragilidad emocional.
Después de mi última incursión escrita, aparece P. No me deja, finalmente, pero tampoco se muestra afectuoso. Es frío, distante. Hace un año nos saludábamos con ternura; ahora, ni siquiera puede hacer una excepción, y calla. Siento que el techo me aplasta, asfixiante. ¿O será mi afecto, tan ansioso y obsesivo?
Los distractores de mi angustia son cada vez menos: la pintura y la escritura. Pero temo enfrentarme a mis sentimientos más profundos. ¡Cuánto necesito a A.! Recién en dos semanas podré hablar con ella. Por ahora, solo queda vivir dolorosamente.
Un sueño de mi madre me hace quebrar: yo era apenas una niñita, ella buscaba mi ropita y no la encontraba, pero finalmente me vestía y podía irme de casa a tiempo. Oigo las voces de S. y su hijo, que vinieron de visita. Otros dos que no notarán mi ausencia. Hoy debo alejarme de todos.