Un libro que mantiene mi concentración durante algunas páginas antes de ser cerrado para ir en busca de otra distracción. Cartas escritas de pequeña a mis abuelos, expresando mi afecto; motivo de mi llanto efímero. La práctica del yoga después de más de un mes, haciéndome bostezar, estirando mi estresada mandíbula. Mi mente que se desapega y empieza a ser más racional con respecto a mis sentimientos por P. Iniciación a la lengua francesa.
La ira insomne acariciándome la cara una vez más, el mismo aturdimiento de siempre. Imposible mantener una conversación con P., pues él ya se ha ido hace tiempo. Cinco de la mañana en punto: mi cuerpo se cansó de dar vueltas en el colchón. Nuevamente, la dualidad de la cama y el techo me persigue; dificultades para permanecer dormida y alcanzar el orgasmo. El silencio me empuja a contrarrestarlo con un sinfín de pensamientos tormentosos.
No es P. sino los grises de mi vida, ya no queda ninguna estrella a la cual aferrarme. El movimiento de una sombra como si fuera un columpio que algún Dios hamaca a su antojo. La quietud continua, pues el viento ha dejado de soplar, decidiendo que mis males se queden conmigo. A. diría, psicoanalíticamente, que asumir la imperfección de mi madre es lo que me despierta la ira triste e insomne. Se estará cobrando las noches angustiosas sin dormir; el tictac del tiempo me asusta, han pasado veinte años y la niña ha retomado su viejo hábito de llorar en busca de atención materna.
"¿Por qué estás buscando una lágrima en la arena?", resuena la voz de Fito Cabrales y su Soldadito Marinero en mi mente. Suplicándole a P. que deje de quererme, su indiferencia afectiva me llena de furia. En realidad, como para no perder la costumbre, es un pedido silencioso al ángel femenino, empeñado en señalar mis defectos. Desentiendo por qué ninguno de los dos puede ver algo bueno en mí, condenándome a un trato carente de afecto. Debería cometer menos errores, ser infalible no es una opción. Quizá así deje de juzgarme, culpabilizándome por sentimientos ajenos. Vuelvo a la cama.
Despierto con dolor en el pecho y dificultad para respirar normalmente luego de una imagen aterradora. Yo, con una puñalada en el corazón, en mis últimos instantes de vida. En la escena final, aparecía mi antiguo profesor de Lengua y Literatura, en una camioneta roja y sin patente. Un hombre desconocido sosteniéndome con fuerza en sus brazos mientras se debaten si llevarme a la guardia de un hospital o han llegado demasiado tarde. Yo, débil, entregándome a un desvanecimiento mortal. De pronto, una curiosidad: falta la herida de la daga en mi pecho y no hay ni una gota de sangre en mi vestimenta ni en el suelo.
Necesidad de llamar urgentemente a mi psicoanalista, conciencia pura de saber que hay algo en mí que no funciona, cayendo lentamente en la locura. Una sensación de vacío interno que crece como un agujero negro, probablemente debido a la búsqueda frenética de satisfacción corporal. Mi madre cruza la puerta, dirigiéndose al exterior, y su partida momentánea me hace sollozar. Algo en mí se quiebra y resisto firmemente la tentación de lastimarme, en un instante de extrema vulnerabilidad.
Intento planificar las próximas dos semanas, pues soy incapaz de salir al mundo sin antes concebir esa idea como una tarea a cumplir. A. me ha alentado a hacerlo teniendo en cuenta la salida exitosa al parque, pero un miedo intenso me abraza al reconocer mi inestabilidad emocional y la probabilidad de quebrantarme en cualquier lugar. Sin embargo, es posible que el lunes me encuentre en la playa, mirando el mar a la distancia, esperando su llamada. Y si soy muy optimista, la próxima sesión quizá la tenga en el puerto marítimo, deteniéndome frente a los cruceros.
La sensación de que soy incapaz de enderezar mi vida y todo irá a peor en cuestión de pocos días. Un profundo cansancio, un aburrimiento y falta de interés en general. Semanas tristes como fichas de un dominó de vidrios cayéndose uno encima del otro en una habitación oscura y espaciosa, mientras yo, en un punto fijo, escucho esos ruidos, temiendo que la finitud me susurre al oído; arrastrándome sin poder verme, implorando que ya no aguanto esta cotidianidad.