Me persigue el sonido de mis dedos diestros desplazando las pequeñas mil piezas del puzle de un lado a otro, observando atentamente sus colores y formas, llegando a pensar "¿qué estoy haciendo?". La caja del rompecabezas bien podría ser mi mente. Hurgo entre piezas de recuerdos, removiendo antiguos dolores.
Después de pasar algunas horas entreteniéndome, llega el silencio oscuro y angustioso. Me pregunto por qué P. y yo no podemos dejar de enredarnos. Una lágrima reposa en la comisura izquierda de mi boca. ¿Por qué no podemos hablar sin que desaparezca? ¿Por qué es tan cambiante?
Debo aceptar la realidad, por eso es necesario que vuelva a escribir sobre este plano. Para P. soy un objeto, tengo una utilidad física: darle placer. Nos veremos únicamente con este fin, una vez al mes. Después del acto sensual, P. desaparecerá como de costumbre. Nada de afecto, nada de peleas, nada de interés, nada de trato humanizante. En su lugar, habrá días de silencio y alejamiento. No compartiremos más que unas horas mensuales de intercambio físico y energético. Esto es todo (o nada, realmente).
Honestamente, no sé si esperé tres meses para esto. O al menos, no lo imaginaba exactamente así. P. decía que ya hablaríamos cuando yo estuviera en Buenos Aires. Creo que preferiría estar lejos suyo por miles de kilómetros, y no por el motivo actual. Ya que nunca podremos estar sentimentalmente juntos, ¿no podríamos al menos sostener un vínculo que valga la pena? Sí, ya sé, no quiere tener nada conmigo. O tomo esto, con todos los sentimientos que me produce, o lo dejo. Él no me retendrá, no hará ni dirá nada, porque no le importo, porque no soy un espejo. No soy nada, de hecho. Ni lo seré nunca. De ser, sería una mancha blanca, una tiniebla, un faro invisible por la niebla, un ahogado que es expulsado por el mar y horroriza a los transeúntes.