La semana pasada, R. me dijo que me sentía muy alejada de él. Esta vez, me preguntó si estaba enojada y se mostró compungido. Esta situación me recuerda a P. y a mí, tomando su distancia como algo personal y culpándome por eso. Me limito a sonreír, sin hacer contacto visual con R. Supongo que así es mi manera de ser.
Ayer tuve varios encuentros académicos. Primero con G., quien absorbió todo mi nerviosismo. Luego con A., T., L. y L. Además, vi a C., con quien había conversado hacía unas horas. D., la docente, me preguntó "¿cómo le va?" con su mirada sonriente. Hay una chica, R., que desde hace ¿ocho? meses no deja de llamarme la atención. Tiene unos ojos bellísimos y una sonrisa encantadora.
Me siento angustiada, envuelta en preocupaciones y pensamientos catastrofistas. Anhelo descansar plácidamente, espero con ansias la sesión psicoanalítica de mañana. Setenta preguntas, dos entrevistas y una entrega que se aproxima. Supongo que esta es la raíz de mis dolores de cabeza.
Después de dos días le escribí a P. Quería decirle que lo quiero, pero en su lugar fui fría y distante. Respeto, entendimiento, acuerdo; términos utilizados por mí con el fin de aceptar la realidad. Él, impasible, como siempre. Concluyo que no tiene deseos de conversar conmigo, se mantendrá en esa postura evitativa y no dará el brazo a torcer, a menos que clame besos y caricias. Me resigno.
¿Qué me deparará el día de hoy? ¿Me comerá la preocupación? ¿Lograré agendar las entrevistas pendientes? ¿Me sumiré en una ardua lectura de bibliografía? ¿Dormiré para retornar al mundo de la fantasía? Con respecto a P., asumo que no me hablará. Ni siquiera me pregunto cuándo volveré a verlo. Estoy acostumbrada a la incertidumbre y su comunicación limitada.