He leído, he practicado yoga (el cuerpo me duele como nunca antes). Escribo después de haber llorado en exceso. Me cuestiono cuál es el motivo real de mi angustia: ¿será el rechazo, el abandono, las heridas de mi niña interior? ¿Sería muy infantil creer que en realidad sufro por las horas lejos de mi madre? En la madrugada, era ella quien conducía un auto, en el que viajábamos mi hermano y yo. Mi puerta estaba abierta, esperaba que alguien (¿mi padre?) entrara. El humo nubla mi vista.
El dolor que me provocan los sentimientos ocultos de P. con respecto a mí, a su vez, se convierte en un espejo. Por momentos olvido que tengo veintitrés años y una relación confusa con un hombre de treinta y cuatro. Por momentos vuelvo a ser una niña solitaria que se refugia en juegos infantiles, llora y observa el transcurrir del tiempo. Las agujas de los relojes risueños se mueven rápidamente.
El tiempo. Cuando regresaba de una tierra lejana, miraba las nubes por una ventanilla y lloraba desconsoladamente por el paso del tiempo. Pensaba en el inicio de mi viaje, hacía dos días había visto por primera vez a P. y luego tuve que partir. Tres meses después, me encontraba volviendo a su encuentro, sin la certeza de que sus brazos esperarían abrazarme.
Gracias a las palabras, soy consciente de que ÉL no me lleva a la angustia incontrolable. Él me lleva a la ilusión, al mundo fantástico de los sueños, a las agujas detenidas de un reloj a las doce de la noche, a la Cenicienta en DVD, al libro físico de Hansel y Gretel. P. me lleva a emocionarme, a reconectarme con el lado placentero de la vida, a enamorarme una y mil veces de sus gestos. P. me lleva a los besos apasionados de las películas románticas, al bosque encantado, al amor más puro, más entregado, más nuestro.