Un niño, apenas un saco de huesos desnutridos, una pálida sombra de insignificancia. Sus padres, seres ausentes en un escenario de desolación, incapaces de percibir el lento naufragio hacia la nada, esa misma que es un abismo, o tal vez un paraíso de dulces que corrompen.
Dos jóvenes, anclados en el tiempo, posan con sonrisas que parecen extraídas de algún libro de recuerdos olvidados. Rodeados de la exuberancia de la naturaleza, estas cinco imágenes preludian un retrato de la juventud que da paso a la maternidad. Una muchacha, el eco de un embarazo visible a los seis meses, acompañada por un joven que posa sus manos en su vientre. Luego, un bebé, frágil y pequeño, un regalo que evoca una ternura materna teñida de agotamiento. En medio del bullicio de quienes lo rodean, recibe cuidado y protección, mientras sus mejillas son acariciadas por las lágrimas que fluyen y se mezclan con las manchas de los álbumes desgastados y olvidados que narran su propia historia. Entre las imágenes, fugaces sonrisas y expresiones que se ocultan entre el cobijo y el afecto. Dos jóvenes, ahora rodeados de tres ancianos que pronto serán dos, revelan un ambiente impregnado de antigüedad, incluso en los rostros.
Un niño ataviado de blanco se encuentra frente a un cura, quien marca su frente con la cruz. El hogar se llena de rostros en una celebración que parece una fiesta, con globos coloridos y una mesa rebosante de delicias. En medio de esta reunión multitudinaria, me encuentro rodeada de personas, pero aún me siento distante, desencajada. Un matrimonio que vislumbra un futuro sombrío debido a la escasez y frialdad del cariño que lo alimenta. El mundo a mi alrededor me aterroriza, pero sonrío y juego.
Mi padre sostiene un nebulizador mientras achino los ojos. Yo, en mi segunda navidad, sentada en un sillón, las manos aferradas a las hebillas de mis sandalias, mi mirada perdida en algún rincón del mundo junto al árbol de navidad, majestuoso y resplandeciente.
Yo, en el juego de hacerme grande. Luego, un viaje; dos jóvenes acompañados por dos ancianos. Yo, en medio de la naturaleza, rodeada de animales. Yo, en un concierto de Diego Torres, junto a mi tío. Yo, a los tres o cuatro años, en un recreo, los brazos cruzados, flanqueada por dos damas de avanzada edad. Yo, niña sonriente, rodeada de animales, en una ciudad inmensa. Yo, después de los actos escolares, un rostro teñido de tristeza. Yo, sentada con las piernas abiertas, observando una presentación de flamenco. Yo, regresando a mi país de origen, cargada de regalos materiales y rodeada de personas.
Nace un niño, un ser que equivale a la llegada de un ángel, diminuto y llorando. Sonrío mientras lo sostengo en mis brazos, y ahora, mientras escribo estas palabras, se deslizan lágrimas por mis mejillas.
Yo, en años que, a pesar de la edad, se tornan muy felices, seis y siete. Yo, con un rostro radiante de felicidad, abrazando, tocando y cuidando a ese niñito; su presencia, un encantamiento. Yo, disfrutando de hacer tareas escolares y jugando a ser la maestra. Nieve que cubre las plantas de nuestro jardín. Una foto con mi padre sosteniendo trozos de esa nieve. El álbum se cierra con imágenes de mi hermano siendo un niño pequeño y yo apenas un poco más grande. Sin embargo, todavía no puedo discernir el punto en el que todo cambió.