Un trío de pichones diminutos, como las escenas borrosas de mi propia existencia, se reúnen en el patio de mi casa. Los observo con una fascinación casi obsesiva, buscando en su pequeñez alguna respuesta a las cuestiones que se agitan dentro de mí. ¿Qué secretos encierran esos frágiles cuerpos animales? ¿Por qué esta escena cotidiana me resulta tan familiar? La respuesta yace en la contemplación constante, en la necesidad de ser una espectadora perpetua de la vida.
Los encuentros con los demás me dejan perpleja, como si estuviera atrapada en mi propia torre de soledad, distante pero extremadamente sensible a las historias y experiencias compartidas. La ternura brota con intensidad, al borde del llanto, y mi empatía me conecta con los puntos de quiebre en mi propio ser que evito sentir en exceso.
Una alcantarilla, blanca como la pureza infantil, pero con el aroma de los fuegos artificiales quemándose en mi memoria. ¿Fue en alguna navidad de mi niñez, cuando aún era inocente y pura, o acaso era una perversa polimorfa disfrazada de ángel? Una cuchilla se cierne amenazante, y siento el hormigueo en mi mano. Pero siempre hay un hombre que irrumpe en mi sueño feliz, sordo a mi necesidad de respeto y delicadeza. Las sombras de mis experiencias pasadas persisten, como cicatrices en mi piel, recordándome que la vida, aunque llena de belleza, puede ser igualmente cruel y perturbadora.