Una sombra blanca, un destello frío en medio de una noche blanca. La oscuridad se desliza debajo de mi tórax y se instala en mis huesos. Un cuerpo yace desvalido, con la boca contra el suelo, y a su alrededor, una mancha carmesí comienza a extenderse, como una herida abierta en la blancura de la noche. Me siento como esa sombra, como esa mancha roja que se expande lentamente. Mi vida ha sido una serie de noches blancas, de soledad y aislamiento, donde el frío de la indiferencia ha calado profundo. Mi cuerpo, como el del individuo en el suelo, ha estado postrado, vulnerable y marcado por las cicatrices invisibles del dolor.
Mis memorias de infancia, como los juegos infantiles en el patio de la escuela, son ahora recuerdos desgastados por el tiempo. Mi yo de cuatro o cinco años observa cómo un niño cae del tobogán, y las maestras, con sus palabras y gestos, se convierten en médicas de una tragedia efímera. El pánico que se apodera de todos los presentes es una sombra de todos los temores que me han perseguido a lo largo del tiempo. Con el paso de los años, las ilusiones de la niñez, se han deteriorado, como el patio donde solíamos reír y jugar.
Otro recuerdo se despierta en mí, esta vez en la primaria, cuando los niños jugaban al elástico o saltaban la soga. Al asomarme por la ventana de la sala de música, el viento susurra historias olvidadas que me erizan la piel. Una niña, a la que pronto le faltará un ojo, llora en silencio en un rincón. La señorita R. entona el himno nacional con un tono que resuena en mi memoria como un grito escalofriante. Yo, sentada en las gradas, me siento vulnerable. Sus miradas y gestos, se convierten en fantasmas que me aterran.
Las mañanas heladas se adhieren a mis brazos, pálidos como un lienzo en blanco. Rezo, una oración que se convierte en un susurro desesperado. Debo ser una niña tranquila, debo llevar un uniforme femenino y obedecer las reglas. Debo prepararme para un futuro en el que ser madre es el único destino que me aguarda. Eso se espera de una niña.
Mi timidez y la profunda vergüenza que me consumían eran mis compañeras en las clases de educación física. Un niño se convirtió en el artífice de mi destrucción, empujándome con violencia. Una compañera me escolta al baño, y mi rostro duele, siento la sangre manando desde mi nariz y mi boca. Me miro en el espejo y veo una deformidad, un monstruo que ocupa el lugar de quien solía ser, tal vez antes de que la belleza desapareciera.
Dos nombres, M., resuenan en mi mente, dos niñas que me eran queridas, mucho más de lo que debería haberlo hecho. Siempre he sido capaz de percibir la belleza en los demás, especialmente en aquellas como yo. Pero la sociedad dictaba que debía casarme con un hombre. El amor igualitario estaba prohibido, una norma clara y cruel.
Era una niña llena de miedos, temores profundos. Temía que alguien descubriera mis deseos, que alguien me viera besando a L. (un acto fallido, confundí las iniciales). Pronto me vería forzada a asumir roles asignados a mi género, a seguir las normas, a ocultar mis anhelos más sinceros. Una figura oscura acechaba desde la puerta entreabierta, sin importar su nombre; era la encarnación de la prohibición.
Era solo una niña, y ahora, una mujer que no puede encontrar el sueño, después de no haber comido, tiemblo de frío en medio de la noche. Los monstruos debajo de la cama aún me aterran, y mi rostro sigue desfigurado por los recuerdos. Mi infancia fue una promesa de inocencia, un puñado de sueños, una mochila llena de momentos felices, pero también una sombra persistente que me ha arrastrado a ser quien soy hoy, una lucha constante por encontrar una sonrisa que se sienta genuina.