El mensaje de P., colmado de palabras cortantes como cuchillos, me sumerge en una sopa de letras. Las oraciones vacías flotan como barcos a la deriva, enredándose en una confusión abrumadora. Al despertar, el amargo sabor de sus palabras persiste en mi boca, como un veneno que se niega a abandonarme, una herida que no deja de sangrar.
La conversación con L. sigue revoloteando en mi mente. Me debato entre la atracción que siento hacia las mujeres y el profundo rechazo que experimento hacia los hombres. Me pregunto si A. podría teorizar que soy una lesbiana reprimida.
El próximo jueves, durante la terapia, hablaré sobre M. Él fue un episodio en mi vida que aconteció hace tres años, pero que desencadenó un cambio radical en mi perspectiva. A partir de ese momento, comprendí que merezco respeto y no debo ser reducida a un simple objeto de deseo.
En la noche de ayer, P. se materializó en mi mente, al costado de la autopista, y una profunda angustia se apoderó de mí. El tiempo pareció detenerse en ese instante, como un semáforo perpetuamente en verde, mientras las luces destellaban en la oscuridad, tejiendo sombras inquietantes. Por un fugaz momento, creí vislumbrar a mi padre tras un vidrio, una figura efímera que se desvaneció en la confusión.
En la lejanía, percibí la silueta de una mujer, aunque no podía distinguirla con claridad. Las luces de los autos la iluminaban por breves destellos, revelando contornos efímeros en la penumbra. La incertidumbre y el temor se apoderaron de mí mientras la observaba. Temía por ella, por su vulnerabilidad en medio de la oscuridad.