La ansiedad, siempre al acecho, se presenta de repente. Me siento enferma, más pálida de lo normal, agitada y nerviosa. Me culpo por querer controlar cada aspecto, incluso mi propio discurso.
Desearía no haber escuchado su voz ni su adiós. Despojó uno a uno los pétalos de mi ilusión, como si fuera un juego cruel. Me desgarró como a un animal herido e indefenso, destinado al sacrificio. Ya había considerado esto antes, pero esta vez parece ser el fin definitivo. Siento que debo arrancar mi corazón de mi pecho para olvidar. La angustia me ahoga mientras repaso mis errores una y otra vez. ¿Por qué persisto en aferrarme a brasas que solo me han causado quemaduras de tercer grado?
La noche se extiende sin piedad, y yo lucho sin descanso por encontrar un momento de tranquilidad. Después de este tormento, visualizo en mi mente un campo primaveral, lleno de flores coloridas, nubes blancas y el pasto más verde que podré contemplar en mucho tiempo. Allí, hallaré mi alegría, mi canto, mi descanso y mi apetito por la vida. Mi rostro estará sereno, mi estómago satisfecho, y mi cuerpo rebosará de energía. El silencio regresará, mis pies tocarán la tierra, y el viento intentará llevarse mi pelo mientras río en el momento más inesperado.