Él no regresará, ni siquiera cuando la noche se tiña de oscuridad y el viento sople con furia desacatada. Sus palabras se mantienen arraigadas en mi mente, tan intensas que puedo recitarlas como cuentas de un rosario repleto de crueldades. Cada una de ellas deja una marca en mi alma, ensombreciendo mi ser como un cenicero repleto de expresiones cortantes.
Me hallo inmóvil, mis dedos apretando mi labio inferior, mordiéndolo con ansias. Observo cómo mis venas sobresalen, como si intentaran escapar de la palidez que me envuelve. Luego, giro mis brazos y, con la mirada, recorro minuciosamente cada centímetro de mi piel, deteniéndome en cada marca impresa por su recuerdo.
Anhelo derramar lágrimas, pero me contengo, renunciando a la fragilidad que acecha en lo profundo. Sin embargo, soy consciente de mi vulnerabilidad. Imagino que un viento repentino azota mi ventana, amenazando con desgarrar el cristal y, en su furia, herirme. Parece querer llevarse consigo mi sangre y pasión, la fuente principal de mi sufrimiento.
Me aterra la idea de que él pudiera adentrarse en mis pensamientos y emociones, desentrañar mi ser más íntimo, aunque sé que es solo una ilusión, un capricho. Aparece a mi lado, su sonrisa brilla, y desearlo se convierte en una llama que quema con intensidad, pero que no llega a consumirse. Ese hombre, sé que nunca será mío, y esa realidad se convierte en mi condena. Así que abrazo un dolor presente, no inmenso, pero lo acepto como si fuese una forma de sentir, una penumbra necesaria, porque deseo sufrir por lo que nunca me perteneció.
Prefiero no ser esa niña que extiende ansiosa su mano para alcanzar un oso de peluche en una máquina de juegos, sino una mujer con intelecto y habilidades que superan cualquier capricho infantil. En realidad, me enfrento a la nada, porque nada en este mundo puede compararse con el hombre que anhelo. En el campo de batalla de mis sentimientos, libran una lucha despiadada, se hieren, a veces escapan del cuadrilátero, y en este caos, yo intervengo, cuidándolos con ternura, sin miedo a su violencia.
Escucho el efímero sonido de una ambulancia y comprendo que no se trata de una muerte causada por un amor no correspondido, sino de una herida que clama por atención urgente antes de desangrarse aún más. Me asalta la inquietante pregunta: ¿y si soy yo quien conduce la ambulancia, siendo la herida que necesita sanar?