Atrapada en la dualidad del discurso de P., una excitación que se prohíbe. El deseo arde en su mirada, y yo, ardiente, anhelo su proximidad. Sin embargo, una figura, invisible y sin importancia, se interpone en nuestro camino. La resistencia de P., esa lucha con sus demonios, es un infierno que deseo presenciar. Dos almas, dos tridentes, chocan con la culpa que le susurra a su ángel y me incita desde mi lado malévolo.
Las paredes rojas de la habitación parecen al borde del colapso, mientras un cielo negro, testigo y cómplice, espera nuestra transgresión. En una mesa que evoca la última cena, se extienden bocadillos venenosos y serpientes que perecen al beber del cáliz del cianuro. Gritos de placer, ahogados por la pasión, llenan la estancia cuando su piel se funde con la mía. Su mirada, ciega y extasiada, se alza hacia lo desconocido. Penetra con necesidad, violencia y ansias. Mis ojos siguen las gotas de sudor que serpentean por su cuerpo, y mi respiración se acelera, anticipando el último suspiro.
Entonces, una fuerza indomable lo arrebata de la habitación, y su esencia se desvanece. Quedo sola, con las paredes transformadas en ventanas hacia una luz blanca, intensa y deslumbrante. La mesa se llena de manjares esperando ser devorados. Envuelto en una túnica blanca, mi cuerpo flota en un aire puro y perfumado, ajeno al erotismo que nos consumía.