lunes, octubre 16, 2023

Una canción inconclusa se alza en mis pensamientos, como un lamento suspendido en el aire. En el papel, un trazo violento se desangra, como una herida abierta que nunca termina de cicatrizar. Cada espacio en blanco en mis sueños se convierte en un espejo que refleja el nombre que me atormenta, como un secreto prohibido que temo desvelar en voz alta, como si pronunciarlo fuera traer de vuelta a la vida algo que debería permanecer en el olvido.
"Si este dolor durará por siempre es que el mercurio lo tengo aquí", le canto al espíritu que seguirá confinado en el confort de su tumba eterna. "Ya no digas más palabras, nene. Ya vete de aquí", añado, como un ruego silencioso a un espectro que no responde.
En mi mente, una imagen se agolpa, la de un joven entregado por completo a su violín. Su música resuena como un eco de la tristeza que habita en mi alma. Desearía ser él, poseer la habilidad de transmitir tanta emoción a través de un instrumento. El violín se convierte en su voz en el abismo.
La calle se viste de blanco, la nieve cubre el paisaje. Desde el balcón, desciendo la mirada y descubro a un hombre encapuchado sobre su superficie, los pies descansando sobre una mancha roja. Me sumerjo en su enigma, sin temor ni inquietud. Comprendo que la distancia kilométrica siempre nos separará, como un abismo insalvable. Pero en ese momento, el misterio se vuelve parte de mi existencia, y lo contemplo como un testigo silente de la vida y la muerte entrelazadas en un instante de eternidad.