Para P., soy insignificante, al menos eso sospecho en la penumbra de mi habitación. Contemplo la única luz que se filtra por la ventana, revelando de manera inexorable la verdad: para él, no soy ni sujeto ni objeto.
He sido destinataria del afecto y el deseo de otros, y en respuesta, entregué una porción de mí, reservando un rincón secreto para aquel que nunca llenará mi vacío. La luz gradualmente se desvanece.
Anhelo desesperadamente borrar la imagen tan vívida de mi amor. Imagino que alguien toma esa efigie de mi pecho y la arroja al suelo, como un pichón que cae desde un piso veinte, sin saber volar. Al mismo tiempo, temo que suprima íntegra la representación ideal de quien se oculta detrás del enrejado de mis huesos. Debo desterrar esa idealización, porque ese hombre, que me pertenece solo en mi mente, no es más que una quimera.