La lluvia, con sus lágrimas caídas desde el cielo, formó charcos húmedos en el suelo, mientras el horizonte se volvía tan indefinido como mi propio rostro. Me hallaba en el mismo lugar físico que había desencadenado mi profundo temor al exterior, al punto de considerar el encierro como la única vía de escape posible. La oscuridad envolvía mi entorno, y había llegado a este sitio después de la cita con L. Él notaba mi inquietud y nerviosismo, esforzándose por ser mi ancla en un mundo que me resultaba inquietante.
Este lugar, que en otro tiempo no era más que un baldío, aún conservaba calles de tierra, y la incertidumbre de sentirme perdida en este rincón del mundo que parecía tan ajeno y perturbador me aterrorizaba. Después de una espera eterna, finalmente estaba volviendo a casa. L. se despidió en mitad del camino, y yo continué, sola, alerta, con el sendero por delante.
A mi paso, encontré una iglesia iluminada, pero no podía quedarme; debía continuar avanzando. Una calle más adelante, un hombre, también llamado L., me interceptó, y el peligro de estar frente a una posible amenaza hizo que actuara con desesperación, viendo mi vida pendiendo de un hilo en el aire. El hombre no se retiraba, pero un ángel compasivo me abrió la puerta de su hogar después de escuchar mis golpes desesperados. La lluvia de mis ojos había nublado toda la noche, y ese fue el principio del fin de mi libertad.
A partir de aquel suceso traumático, que ocurrió hace ya casi cinco meses, mi vida se convirtió rápidamente en un encierro total, un miedo paralizante que significó más de una ruptura con el mundo exterior. Una de estas rupturas resultó imposible de superar y fue demasiado dolorosa. Mi rutina cambió drásticamente, y el pánico se convirtió en mi fiel compañero. Todo se volvió cada vez más difícil y angustiante.