En cuanto a S., nuestra amistad ha sido un viaje emocionalmente vertiginoso a lo largo del tiempo. Comenzó cuando era solo una niña de diez años, y en retrospectiva, nuestra frecuencia de encuentros parece inverosímil. Las noches que pasamos en mi casa perduran en mi memoria con una intensidad inquebrantable. Cada recuerdo está meticulosamente impregnado de los detalles más exquisitos de su presencia, desde la suavidad de su piel hasta los rasgos de su rostro, tallados como una obra de arte.
Sin embargo, mi historia también está teñida de sombras profundas debido a mi relación con mi padre, marcada por un incidente de agresión física que ha dejado una cicatriz indeleble en mi vida. La distancia emocional que se erigió entre nosotros se convirtió en un abismo insalvable. En la mayoría de mis recuerdos, lo percibo como un hombre incapaz de mostrar comprensión o respeto. Solo un episodio confuso, cuando tenía dieciséis años, se aparta de esta percepción. En una ocasión, desaparecí y él, visiblemente angustiado, me buscó y mostró signos de genuina preocupación, creando un extraño contraste con su actitud habitual.
La certeza de que nuestra relación está irremediablemente dañada me atormenta constantemente, y experimento náuseas al recordar las heridas de mi pasado. El presente y el futuro se me presentan oscuros, y, a pesar de todos mis esfuerzos, no puedo evitar la sensación de que no deseo volver a pensar en él hasta el próximo jueves, o quizás, nunca más.