La imagen de L., que previamente había ocupado mis pensamientos, se desvanece ante la presencia de P., quien encarna todo lo inalcanzable y lo destructivo en mi vida. Estoy atrapada en un juego de atracción y repulsión, que me recuerda mi propia fragilidad y vulnerabilidad. En este momento, quisiera liberarme de estas tensiones y deseos incontrolables que me atormentan.
L. me espera con amor y paciencia, está enamorado de mí, pero la culpa me corroe por no aclararle lo que siento. Sus intentos por acercarse a mí han sido en vano, y el silencio ha sido testigo de mi indiferencia. Recuerdo el rostro de mi psicoanalista al escuchar cuan doloroso es forzarme a estar enamorada de alguien como él. L. está intentando conocer a alguien más, pero hace tres meses que necesita una respuesta mía. No puedo evitar sentirme reemplazable, y eso me hiere.
Sin embargo, no lloro por L., sino por la ausencia de P. No es P. quien me escribe, quien me busca, quien se desespera incontrolablemente por mi amor. P. es un abismo, una sombra que me atrae de manera irresistible, pero que se mantiene inalcanzable.
Mientras mi madre se preocupa por mí, la figura ausente de mi padre sigue acechándome en la oscuridad. Es él quien me abandona, quien me hace sentir insignificante. Mi padre nunca podrá comprender la inmensidad de mi dolor, porque simplemente no quiere hacerlo. Igual que P., quien tampoco me ama porque siente que soy defectuosa. A ninguno de los dos les importo. En cambio, mi madre y L., vienen siempre a mi encuentro, sosteniendo los pedazos rotos de mi ser en sus manos amorosas.